¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro!
Don
Manuel Fuentes Ijurra era por los años de 1790 el mozo más rico del
Perú, como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que
durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello
era de cortar a cincel.
Ijurra
era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo
cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir. En
cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo
para que de él se hablara. Así cuando delante de testigos, sobre todo si
éstos eran del sexo que se viste por la cabeza, le pedían una peseta de
limosna, motín Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro
diciendo: «Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez». Por el contrario,
si una viuda vergonzante u otro necesitado ocurría a él en secreto,
pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: «Yo no doy de comer a ociosos
ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la
buscona al tambo y a los portales».
No
quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su
caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la
moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el
disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias,
que por hoy dejo en el fondo del tintero.
Visto
está, pues, que a Ijurra lo había agarrado el diablo por la vanidad y
que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de «no
sepa tu izquierda lo que des con tu derecha». El lujo de su casa, su
coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines formaron
época.
En
esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el
sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones,
acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera.
Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por
acequias —329→ repugnantes a la vista y al olfato. Los vecinos, para
impedir que las tablas se resecasen y desprendieran de su armazón,
hacían poner las tinas en la acequia durante un par de horas.
Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer remojar en la acequia una tina de plata maciza.
Cuéntase
de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español
empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló
querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años,
presentando mal cariz para el insolente criollo. Éste comprendió que a
pesar de sus millones corría peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo
pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero
que los de Estado.
Presentósele
al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de
firmar la diligencia, fingiendo Ijurra equivocar la salvadora, vertió
sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero.
El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza
entre las manos, gritando:
-¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!
-No se alarme -le interrumpió Ijurra-, que para borrón tamaño, uso yo de esta arenilla.
Y
cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del
proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del
cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.
Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla
«El signo del escribano,
dice un astrólogo inglés,
que el signo de Cáncer es,
pues come a todo cristiano».
Lo
positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de
litigio y que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sobado, se
avino a una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de
peluconas.
«No sin fundamento -dice un amigo mío- que todo anda metalizado: desde el apretón de menos hasta los latidos del corazón».
II
En
la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba
sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con
torrecillas, campanillas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros
muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad,
—330→ por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj
allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.
La
tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos
contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo
una tarde el relojero:
-¡Per
Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos
¡Santa Madona de Sorrento! con que es tierra de gente roñosa y
cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de
ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.
Llegó
a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los
hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido
de tres negros cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la
relojería diciendo muy colérico:
-Oiga
usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los
que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy
desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.
Y
saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo
hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón
pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.
A
uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este
arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le
gritó:
-¡Ijurra!
¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! -palabras con las que queda
significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan
sin ton ni son despilfarraba sus dones.
La
verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de
gitano; porque pocos días después y a revienta-caballos llegaba a Lima
el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había
inundado.
¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!
Ijurra
gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresas que
ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron
realizada. Y este fracaso y pérdidas de fuertes sumas en el juego lo
arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de
San Andrés.
Aquí es el caso de decir con el refrán: «Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo».
Desde entonces quedó por frase popular entre los limeños el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:
-¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!
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