Para mis lindos niños

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marissa

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estudiemos juntos

jueves, 7 de noviembre de 2013

Recordando a nuestro querido Fray Martin de Porres...

RICARDO PALMA Los ratones de fray Martín: una tradición de Ricardo Palma publicada en El Comercio (*)http://elcomercio.pe/actualidad/1538672/noticia-ratones-fray-martin-tradicion-ricardo-palma-publicada-comercio Y comieron en un plato perro, pericote y gato Con este
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tp:https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhnPr-25si2C9ErExD_aXQ5FfxJQDlLXFe16okJQeDmoEGqx2RltrRTJOj_9r9ySrGPx9swqLvYV_nRxFyJ8JclA8EF8iPasIwdeTEYPCv5KK5QO-gILgTmo7BWIs-80lfMQ1r_aJ1GKBXW/s320/LOSRAT~1.JPG" /> pareado termina una relación de virtudes y milagros que en hoja impresa circuló en Lima, allá por los años de 1840, con motivo de celebrarse en nuestra culta y religiosa capital las solemnes fiestas de beatificación de fray Martín de Porres. Nació este santo varón en Lima el 9 de diciembre de 1579, y fue hijo natural del español don Juan de Porres, caballero de Alcántara, en una esclava panameña. Muy niño Martincito, llevolo su padre a Guayaquil […]. Dos o tres años más tarde, su padre regresó con él a Lima y púsolo a aprender el socorrido oficio de barbero y sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de Malambo. Mal se avino Martín con la navaja y la lanceta, si bien salió diestro en su manejo, y optando por la carrera de santo, que en esos tiempos era una profesión como otra cualquiera […]. Nuestro paisano Martín de Porres, en vida y después de muerto, hizo milagros por mayor. Hacía milagros con la facilidad con que otros hacen versos. Uno de sus biógrafos (no recuerdo si es el padre Manrique o el médico Valdez) dice que el prior de los dominicos tuvo que prohibirle que siguiera milagreando (dispénsenme el verbo).Y para probar cuán arraigado estaba en el siervo de Dios el espíritu de obediencia, refiere que, en momentos de pasar fray Martín frente a un andamio, cayose un albañil desde ocho o diez varas de altura y que nuestro lego lo detuvo a medio camino gritando: «Espere un rato, hermanito». Y el albañil se mantuvo en el aire hasta que regresó fray Martín con la superior licencia. ¿Buenazo el milagrito, eh? […]. INCÓMODOS HUÉSPEDES Fray Martín de Porres tuvo especial predilección por los pericotes, incómodos huéspedes que nos vinieron casi junto con la Conquista, pues hasta el año de 1552 no fueron esos animalejos conocidos en el Perú […]. En los tiempos barberiles de Martín, un pericote era todavía casi una curiosidad; pues relativamente la familia ratonesca principiaba a multiplicar. Quizá desde entonces encariñose por los roedores; y viendo en ellos una obra del Señor, es de presumir que diría, estableciendo comparación entre su persona y la de esos chiquitines seres, lo que dijo un poeta: El mismo tiempo malgastó en mí Dios, que en hacer un ratón, o a lo más dos. […] Aburridos los frailes con la invasión de roedores, inventaron diversas trampas para cazarlos, lo que rarísima vez lograban. Fray Martín puso también en la enfermería una ratonera, y un ratonzuelo bisoño, atraído por el tufillo del queso, se dejó atrapar en ella. Libertolo el lego y colocándolo en la palma de la mano, le dijo: –Váyase, hermanito, y diga a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos en las celdas, que se vayan a vivir en la huerta y que yo cuidaré de llevarles alimento cada día. El embajador cumplió con la embajada, y desde ese momento la ratonil muchitanga abandonó claustros y se trasladó a la huerta […]. Mantenía en su celda nuestro buen lego un perro y un gato, y había logrado que ambos animales viviesen en fraternal concordia. Y tanto que comían juntos en la misma escudilla o plato. Mirábalos una tarde comer en sana paz cuando de pronto el perro gruñó y encrespose el gato. Era que un ratón, atraído por el olorcillo de la vianda, había osado asomar el hocico fuera de su agujero. Descubriolo fray Martín, y volviéndose hacia perro y gato les dijo: –Cálmense, criaturas del Señor, cálmense. Acercose en seguida al agujero del mur, y dijo: –Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene necesidad de comer; apropíncuese, que no le harán daño. Y dirigiéndose a los otros dos animales, añadió: –Vaya, hijos, denle siempre un lugarcito al convidado, que Dios da para los tres. Y el ratón, sin hacerse de rogar, aceptó el convite, y desde ese día comió en amor y compaña con perro y gato. Y… y… y… ¿Pajarito sin cola? ¡Mamola! Y comieron en un plato perro, pericote y gato.
 (*) Texto reproducido en El Dominical de hoy. Puedes acceder a la edición impresa para leer este y otros textos suscribiéndote a Quiosco Digital

lunes, 21 de octubre de 2013

Conociendo Barranco

Barranco distrito turìstico...http://youtu.be/yoHQ-0s81SI

El que no tiene de inga tiene de mandinga!


¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro!
Don Manuel Fuentes Ijurra era por los años de 1790 el mozo más rico del Perú, como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.
Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir. En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así cuando delante de testigos, sobre todo si éstos eran del sexo que se viste por la cabeza, le pedían una peseta de limosna, motín Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro diciendo: «Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez». Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado ocurría a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: «Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales».
No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.
Visto está, pues, que a Ijurra lo había agarrado el diablo por la vanidad y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de «no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha». El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines formaron época.
En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias —329→ repugnantes a la vista y al olfato. Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y desprendieran de su armazón, hacían poner las tinas en la acequia durante un par de horas.
Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer remojar en la acequia una tina de plata maciza.
Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Éste comprendió que a pesar de sus millones corría peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero que los de Estado.
Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fingiendo Ijurra equivocar la salvadora, vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero. El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:
-¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!
-No se alarme -le interrumpió Ijurra-, que para borrón tamaño, uso yo de esta arenilla.
Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.
Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla
«El signo del escribano,
dice un astrólogo inglés,
que el signo de Cáncer es,
pues come a todo cristiano».
Lo positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sobado, se avino a una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de peluconas.
«No sin fundamento -dice un amigo mío- que todo anda metalizado: desde el apretón de menos hasta los latidos del corazón».
II
En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanillas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, —330→ por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.
La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:
-¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos ¡Santa Madona de Sorrento! con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.
Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:
-Oiga usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.
Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.
A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:
-¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! -palabras con las que queda significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.
La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después y a revienta-caballos llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había inundado.
¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!
Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresas que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso y pérdidas de fuertes sumas en el juego lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.
Aquí es el caso de decir con el refrán: «Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo».
Desde entonces quedó por frase popular entre los limeños el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:

-¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!

IJURRA NO HAY QUE APURAR LA BURRA

RICARDO PALMA / TRADICIONES PERUANAS /
¡IJURRA! ¡NO HAY QUE APURAR LA BURRA! - TRADICIONES PERUANAS DE RICARDO PALMA

I
¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro! Don Manuel Fuentes Ijurra era, por los años de 1790, el mozo más rico del Perú; como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.

Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir.

En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así, cuando delante de testigos, (sobre todo si estos eran del sexo que se viste por la cabeza) le pedían una peseta de limosna, metía Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro, diciendo: –Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez–. Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado acudía a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: –Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales.

No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.

Visto está, pues, que a Ijurra le había agarrado el diablo por la vanidad, y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha. El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines, formaron época.
iempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias repugnantes a la vista y al olfato.

Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y descendieran de su armazón, hacían po ner las tinas en la acequia durante un par de horas.

Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer re mojar enla acequia una tina de plata maciza.

Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Este comprendió que, a pesar de sus millones, corría el peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero que los de Estado.

Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fi ngiendo Ijurra equivocar la salva dera,
vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero.

El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:

–¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!
–No se alarme –le interrumpió Ijurra–, que para borrón tama ño, uso yo de esta arenilla.

Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.

Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla:
El signo del escribano, dice un astrólogo inglés, que el signo de Cáncer es, pues come a todo cristiano.

Lo positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sellado, se avino a una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de peluconas.

No sin fundamento, dice un amigo mío, que todo anda metalizado: desde el apretón de manos hasta los latidos del corazón.

II
En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanitas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos.

Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.

La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:

–¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos, ¡Santa Madona de Sorrento!, con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.

Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros, cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:

–Oiga usted, ño Fifi rriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.

Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.

A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:
–¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! –palabras con las que quería significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.

La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después, y a revientacaballos, llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que esta se había inundado.

¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas! Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresa que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso, y pérdidas de fuertes sumas en el juego, lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.

Aquí es el caso de decir con el refrán: –Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo.

Desde entonces quedó por frase popular, entre los limeños, el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:


–¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!http://www.youtube.com/watch?v=Ffk-upDiFs8